Obertura

Empiezo a comprender el significado de mi muerte. Soy Victoriano Huerta Márquez y llevo amortajado diez años en este humilde ataúd que todavía no se ha depositado en la tierra. Es 1926. Tieso dentro de un tosco cajón de madera de nogal, material extremadamente duro y oscuro, me sumo en el silencio. Mis hijos tuvieron que pedir dinero para comprárselo a una casa de pompas fúnebres de El Paso. Duermo rígido con un traje negro, muy usado, pero impecable. Sobre mi pecho, rodeando mi torso, hay una bandera de México que se desacomodó en aquella ocasión en que movieron mi ataúd de un almacén de féretros, listos para ser enterrados, a una bodega que durante cinco años nadie ha visitado. Esta mañana un rayo de luz penetró por una grieta en la ventana y un sistema solar de polvo se materializó en el aire.

Soy Victoriano Huerta. Corre el tiempo.

Ahora estamos en el año de 1934 y nadie me ha dado aún la dignidad de un entierro. Sigo envuelto en la bandera. Este pensamiento repugnaría a cualquiera. No a mí ni al sacerdote Francis Joyce, que me dio los últimos sacramentos, el consuelo tras una larga confesión, ni al cura Rafael Márquez, que me enseñó las primeras letras. La cabeza del águila de la bandera, que antes estaba a la altura de mi corazón, vino a posarse en mi estómago; la víbora, ya deshilachada, serpentea sobre mi pecho. Si alguien pudiera verme, inmóvil en este sarcófago, advertiría también que el rojo de la tela cubre mis manos amoratadas, y el verde, símbolo de la religión, se sume en mi cuerpo ya hecho tiras de maguey y tierra, ahí donde estaban mis vísceras, perforadas por la cirrosis y las úlceras. Ahí está lo que queda de Huerta, mirando la oscuridad y la madera, quebrantado por los años, la descomposición, la humillación y la tristeza.

Soy Victoriano y estoy esperando. Pedí específicamente que no me enterraran en Estados Unidos; no en los viles, odiados, matamexicanos y chapuceros Estados Unidos; por eso mis restos mortales, lo que queda de mí, una levita raída, unos anteojos con armazón de alambre y un montón de huesos, permanecen en el olvido. Estoy a unos metros de la frontera con México, tan cerca que, in articulo mortis, cuando sentí que se acercaba la hora, pedí a Emilia que me girara la cabeza hacia la derecha, hacia México, para que lo último que yo viera fueran las montañas de Chihuahua.

No soy el chacal. Soy Victoriano, soy Huerta, soy Márquez. Quienes cuentan la historia del país olvidan lo que fui antes de la Revolución: uno de los mejores militares que ha dado el país, junto a Morelos y ese desdichado de Felipe Ángeles. Yo introduje la moderna ciencia militar en el ejército mexicano, adoptando las tácticas prusianas que en Sadowa cambiaron el destino de Europa. Yo, Huerta, fui el insigne astrónomo y uno de los grandes exploradores de México, el primero en aquilatar, en beneficio de la civilización y por medio de la cartografía científica, vastas regiones semidesconocidas del norte y del lejano oriente de la República.

Pasan los años, ya es 1970. Aguardo con paciencia en una tumba anónima, incinerado por el odio feroz con el que se ha tratado mi memoria, con la entereza con la que anduve descalzo el camino desde el norte de Jalisco hasta la corte republicana de Juárez, siguiendo los caballos de Donato Guerra, fundiéndome con el polvo que al fin se despejó dos meses después de marcha, y vi la sonrisa del general que me dijo: “Hijo mío, ésta es la capital, cuídate de los perros”. Aguardo con la mansedumbre con la que vi girar sobre mí las constelaciones erizadas de frío en Sonora, en los desiertos de Zacatecas y en las selvas de Quintana Roo, donde yo —el primer expedicionario mexicano en establecer las posiciones astronómicas de vastas soledades— quise calcular la extensión del sistema solar arrodillado frente a un telescopio, mirando el tránsito de Venus, siguiendo a Casiopea, la Osa Mayor y el Dragón, dando giros eterna y pacíficamente alrededor de la estrella polar. Crucé las selvas de Yucatán y remonté los desiertos de Chihuahua. Soy Huerta y aguardé con el estoicismo de un siglo ya pulverizado cuando, bajo una lluvia opresiva, guie con un astrolabio y mi cuerpo endurecido a una partida de soldados miserables que sólo habían comido nopales y grillos, mientras que en la capital Manuel González y sus mujeres cenaban en Chapultepec bajo candelabros olvidados por Carlota.

Soy un indio de sangre pura, de pómulos altos y gesto adusto; mis rasgos ya destruidos por los gusanos eran los de mi madre, Refugio. Aguardo generaciones en mi ataúd con la resignación del huichol que, en las tierras sedientas de Colotlán, desafiaba la bofetada del yanqui con la dignidad de quien sabe que hizo lo que pudo. “Si puedes, sé perfecto”, decía mi tío, el cura; “pero si no te es posible, haz lo que puedas”. Mis recuerdos están formados por barcos que me dejaron atrás. Vi partir uno hacia Alemania, en cuya cubierta debí ir para estudiar ciencia militar; observé cómo se sumergía en la curvatura de la Tierra por haber elegido una madre enferma. Cuarenta años más tarde vi el mismo barco volver en mi búsqueda.

En los más de cien años desde mi muerte me han atiborrado de epítetos: chacal, indio lleno de mañas y, sobre todo, usurpador. “Mandatario de Ahrimán, poder de las tinieblas” es uno de los más ingeniosos, creado por un escritor mentecato que con su pluma, lubricada por el dinero de Carranza, buscaba hacer de mí un mito babilónico. Gracias a ellos, a quienes decretaron que sólo yo de entre toda la historia estoy más allá de toda redención, el vulgo piensa en mí como algo subhumano; un tipo zafio, brutal y analfabeta; un salvaje, un indio alcoholizado, carente de ilustración, sin instrucción, excepto la del combate refinado por la crueldad, sin saber que fui, como ninguno antes, con la posible excepción de Maximiliano, el único gobernante formado en las ciencias. Soy Judas, soy el demiurgo, el dios malvado que creó el segundo Anáhuac, personaje esencial para levantar la gran epopeya mexicana. Sin mí no hay origen, redentores ni héroes; soy tan necesario en la historia sagrada de la Revolución como Satanás en la Biblia, tanto así que si mi memoria desapareciera probablemente tendrían que inventarme. Mi nombre no se pronuncia excepto para denostarlo, para exhibir las bondades de quienes en vida me odiaron. Nadie ha visto mi sonrisa y, casi nadie, mi rostro sereno, porque las fotografías fueron destruidas o escondidas. Sólo quedó la mueca, los anteojos ahumados, los ojillos crueles. Fui golpista por las circunstancias, pero antes de aquellos diez días de destrucción era uno de los mejores matemáticos de su tiempo, el único cuyos cálculos nunca necesitaron corrección. Antes de ser implacable, amé. Amé y perdí.

Es verdad que fui violento. En Guerrero mis botas quedaron teñidas de rojo, mi espada se llenó de sangre hasta la empuñadura y me llamaron animal carnicero. Decidí la vida y la muerte de muchos y negué clemencia a gente que no tuvo otro pecado sino nacer en la miseria, pero en esto no...

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